Decir payasos que bailan no es lo mismo que decir payasos bailarines; ni decir bailarines payasos es lo mismo que decir payasosY bailarines. Nada es lo mismo pero todo esto se puede encontrar en un mismo espectáculo.
Luego de un largo trabajo de investigación, la compañía Danza Clown estrena su primer espectáculo, en el que, haciendo honor a su nombre, se proponen cruzar esos dos lenguajes.
Para hacerlo, el trabajo se ubica en ese límite preciso (precioso) que marca el clown como técnica: la vulnerabilidad, el fracaso, el estar expuesto frente a los otros y frente al mundo. La danza funciona como interruptor de las emociones, y también como vehículo. Y ahí están, para marcar el contraste, los bailarines, con su delicadeza y su gracia, con su precisión de relojería, provocando la admiración embobada de los payasos, que no saben bailar formas porque lo suyo es emoción pura.
El eje sobre el que se construye el espectáculo es la soledad, y resulta un terreno muy fértil para indagar a partir del matiz particular que aporta cada uno de los payasos. La soledad, entonces, puede ser una sola, grande, inmensa, insondable; pero también pueden ser muchas, cada una con su peso, sus colores, su melodía.
Así se irán cruzando este manojo de soledades, por momentos acompañándose sin saberlo, pero también desencontrándose, mirándose sin verse. El planteo alude a un ámbito urbano, y es muy fácil identificarse con esa soledad de la multitud que se vive, por momentos, en las ciudades como Buenos Aires.
No es sencillo abordar con profundidad este tipo de cuestiones desde un lenguaje como el clown, que muchas veces corre el riesgo de quedarse en la forma. Aquí se arriesga un modelo interesante, y es el contraste entre los dos lenguajes: ahí el clown se recorta perfectamente, encuentra su especificidad dentro de lo específico del baile, y fuga en infinitas líneas (como es su costumbre), haciendo reír a carcajadas a chicos y adultos, y generando una poética profunda más no solemne.
Sol Lebenfisz |
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